Por César Jerez
Recientemente, el presidente Iván Duque se jactaba en Europa de que Colombia ha experimentado en 2021 el mayor crecimiento (10,2%) de la historia republicana, pero ocultaba que más de la mitad de la población (54,2% de los hogares; 64,1% en las áreas rurales) pasa hambre. Medio millón de niños y niñas sufren desnutrición crónica, lo que les va a suponer un desarrollo físico menos, tener 14 puntos menos de coeficiente intelectual, cinco años menos de escolaridad y 54% menos ingresos.
Duque no contó esta tragedia porque le avergüence admitir que esto está ocurriendo en un país miembro de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), cuya misión es diseñar “mejores políticas para una vida mejor”. Probablemente, deslumbrado por el escenario de Bruselas, ni se acordó de los dieciséis millones de colombianos y colombianas que sobreviven con dos o menos comidas al día. El presidente no los mencionó porque ni a su Gobierno ni a los anteriores les importa que la gente pase hambre. Lo único que les interesa del pueblo colombiano es que les voten cada cuatro años y eso creen que lo tienen amarrado invirtiendo en las campañas electorales parte de los miles de millones de pesos que previamente han robado al mismo pueblo.
El Gobierno no sólo es responsable de no tomar medidas urgentes para acabar con esta lacra sino que deliberadamente la ha provocado. Basta con repasar los datos de política pública en alimentación, que expertos y expertas han expuesto en los medios de comunicación, para comprobar que nuestra clase dirigente es culpable de la crisis humanitaria que sufre Colombia.
Si la justicia penal internacional funcionara de otra forma, muchos de nuestros de nuestros gobernantes deberían acabar procesados ante la Corte de La Haya.
En la última década, el presupuesto del Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural se redujo casi un 11% y sus mermados recursos se destinaron prioritariamente a la agricultura empresarial de plantación, orientada a la exportación de productos como la caña o la palma aceitera. Al mismo tiempo, las partidas presupuestarias del Estado específicas para alimentación y nutrición representaron en los pasados 10 años, en promedio, un 0,61% del total del presupuesto.
Si a esto le sumamos los efectos de la política de apertura económica, la consecuencia ha sido una progresiva destrucción de la economía campesina. Entre 2012 -entrada en vigor del TLC con Estados Unidos- y 2019 las importaciones aumentaron un 33%, mientras que las exportaciones aumentaron un 10%. La mayor parte de los alimentos importados son cereales, lácteos o incluso la papa, productos que antaño producían nuestros campesinos y campesinas y que ahora están dejando de cultivar porque muchos han quebrado ante la competencia externa o se ven obligados a malvender o dejar perder porque no es rentable cosecharlos. En diez años no habrá quien siembre la comida en Colombia porque el campo no ofrece oportunidades para vivir a las nuevas generaciones, ha afirmado el presidente del Consejo Nacional de Secretarios de Agricultura de Colombia, Rodolfo Correa.
La paradoja de depender de las importaciones de alimentos en un país que tiene capacidad para producirlos no sólo provoca pobreza y desigualdad sino que desencadena el hambre. La devaluación del peso ha supuesto un encarecimiento de los alimentos que se traen del exterior. Así, el aumento del precio de la canasta básica familiar alcanzó un 17,2% más en diciembre del pasado año. Mientras tanto el salario mínimo mensual sólo ha aumentando 98.000 pesos este año.
Cada vez menos gente tiene capacidad para asegurarse una alimentación indispensable y, consecuentemente, nos convertimos en una sociedad menos productiva y más violenta. Por eso, es necesario llevar a cabo realmente la reforma rural integral establecida en el Acuerdo de Paz y aplicar las medidas que FIAN Colombia propone en su informe de 2021 Un país que se hunde en el hambre: adoptar normas y políticas en materia alimentaria con enfoque de derechos humanos; proteger y apoyar la producción y consumo interno de alimentos verdaderos como contramedida a los subsidios de hambre; poner en marcha una política de alimentación escolar universal basada en los derechos humanos; implementar políticas que fomenten el empleo digno, e impulsar reformas tributarias basadas en la justicia fiscal.
Siete millones de personas están en pobreza extrema, teniendo que sobrevivir con 145.000 pesos al mes. Otros 21 millones viven en la pobreza con bajos ingresos, desarrollando su propia economía informal. 28 millones de colombianos malviven sin derecho a una alimentación digna. Este es el tamaño del hambre en Colombia, y a Duque, a su gobierno poco o nada le importa.
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